Recuperando el auténtico rumbo de la humanidad
Resumen:
La cooperación y la compasión son formas de inteligencia. Su carencia indica que un estrés continuo o tóxico socavó el desarrollo habitual de dichas capacidades. Aunque resulte difícil reconocerlo a primera vista, los seres humanos de la cultura dominante tienden a ser bastante poco inteligentes en comparación con los de las sociedades que han existido de forma sostenible durante miles de años –en algunos casos decenas de miles–. Mientras que en las sociedades sostenibles todos deben aprender a cooperar con los sistemas de la Tierra, a fin de sobrevivir y prosperar, en la cultura dominante ya no es así. Debido a los avances tecnológicos que no tienen en cuenta el bienestar a largo plazo de los sistemas terrestres, los humanos se han vuelto seres oportunistas que abusan de estos sistemas y los llevan al colapso. La cultura humana dominante, como una “especie de mala hierba”, ha llegado a devastar los ecosistemas del planeta en unos pocos siglos. ¿Qué podemos hacer para volver a vivir como verdaderas criaturas terrestres, en comunidad, como una especie más entre muchas otras? La humanidad necesita recuperar capacidades —como la sintonía relacional y la imaginación comunitaria—, que se han perdido, sobre todo en culturas cuyas prácticas de crianza y formas de pensar socavan el compañerismo cooperativo y el sentido de asociación o colaboración que, de otro modo, se desarrollaría desde el principio de la vida. Para plantar las semillas de la cooperación, la democracia y la asociación, tenemos que proporcionar a los niños un “nido evolucionado” y facilitar el desarrollo de un apego ecológico a su entorno, lo cual exigirá importantes esfuerzos a nivel individual, político e institucional.
Palabras clave: Cultura de asociación; moral social; desarrollo neurobiológico; cuidados insuficientes; prácticas éticas y ecológicas de desarrollo; bio-democracia.
Derechos de autor: ©2017 Narváez. Este es un artículo de acceso abierto distribuido bajo los términos de la licencia Creative Commons de Reconocimiento No Comercial (CC BY-NC 4.0), que permite el uso, distribución y adaptación no comercial sin restricciones, siempre que se cite al autor original y la fuente.
En el presente artículo voy a abordar, brevemente, tres grandes preguntas que han estado presentes a lo largo de toda mi trayectoria como investigadora: ¿Por qué algunos seres humanos se comportan habitualmente de forma egoísta, e incluso violenta, y prefieren una cultura de dominación a una cultura de asociación? ¿Por qué algunos grupos de seres humanos, a diferencia de otros –y a diferencia de muchos animales– actúan de formas destructivas hacia los sistemas ecológicos de nuestro hogar planetario, a pesar de vivir dentro de un mundo natural en el que predomina la cooperación? ¿Cómo se pueden remediar estos desajustes, que están acabando con la diversidad biocultural, las especies, el equilibrio ecológico y la prosperidad de nuestro precioso planeta?
¿ES EL SER HUMANO DESTRUCTIVO POR NATURALEZA?
Hay quienes creen que los seres humanos son naturalmente egoístas y violentos, e incluso autodestructivos por naturaleza (por ejemplo, Freud, 1929/2002; Pinker, 2011; para una perspectiva opuesta, véase el libro War, Peace and Human Nature, de Douglas Fry, 2013). Ciertamente, así parecen ser las cosas en muchos lugares del mundo actual. Pero al observar la historia del género humano y la naturaleza de otros animales, puede verse que estas opiniones son opuestas a lo que indica el sentido común. Como los demás animales, los seres humanos evolucionaron para cooperar con el mundo natural, en ecosistemas que requieren dar y recibir. De hecho, cada ser humano es una comunidad de organismos, portadora de un 90 a 99% de material genético no humano (Dunn, 2011). Los seres humanos son mamíferos sociales que llegan al mundo muy inmaduros, puesto que la mayor parte de sus sistemas cerebrales/corporales requieren desarrollarse después del nacimiento (Trevathan, 2011). Estos son hechos básicos que nos llevan a analizar la situación desde otra perspectiva.
Al principio de la vida, un ser humano es un organismo dentro de otro, un feto en el útero materno, una díada de reciprocidad relacional (pues el feto contribuye a la salud de la madre a largo plazo; Russo, Moral, Balogh, Mailo y Russo, 2005). De lo propicio que sea ese útero dependerá en parte el historial de salud del niño (Gluckman y Hanson, 2004, 2005, 2007). En un entorno postnatal favorable, el niño se verá inmerso en la “economía del don”[†] de la naturaleza, así como en la donación materna unilateral y la intersubjetividad (Vaughn, 2015). El niño participa en una danza en la órbita de la madre, que es su base segura, y así se inicia en las complejidades de la sociabilidad (Schore, 2003a, 2003b; Trevarthen, 2005). A partir de la presencia física y emocional de la madre, y de su capacidad de respuesta, el niño aprende a autorregularse y a relacionarse bien con los demás. Gradualmente, el donar, al menos en nuestros entornos ancestrales, se fue expandiendo a otros seres humanos (a padres y abuelos, por ejemplo) y al mundo natural. A lo largo de la historia, la mayoría de las culturas han mantenido una economía del don con sus entornos locales, lo que ha producido abundancia, interdependencia y confianza entre los humanos y el mundo más-que-humano (Gowdy, 1998, 2005; Worster, 1994). Esto es, hasta el último 1% de historia del género humano (o los últimos 12.000 años aproximadamente), cuando muchos grupos humanos pasaron de ser sociedades de provecho inmediato (sin acumulación de recursos, ni cultivos, ni domesticación de animales) a ser sociedades de provecho a largo plazo.
Pero esto es adelantarse a la historia. Los humanos somos seres biosociales desde el principio y a lo largo de toda la vida (Ingold, 2013). Eso significa que nuestra biología está moldeada inicialmente por nuestra experiencia social y que nuestra sociabilidad surge de esas estructuras biológicas. Dado que los bebés humanos nacen sumamente inmaduros —el equivalente a 18 meses antes, en comparación con otros homínidos— requieren cuidados especialmente intensos, tras el nacimiento, para tener un desarrollo neuro-biológico adecuado (que incluya inmunidad, neurotransmisores, respuesta al estrés, sistema nervioso central, sistemas endocrinos, etc.). Todos los animales tienen una ecología del ser y del devenir, un nido, en sentido amplio, para sus crías, y ese primer nido sienta las bases del ser y del devenir de toda la especie.
El nido primigenio de la humanidad es similar al de los mamíferos sociales, que emergieron, junto a sus intensas prácticas de anidación, hace más de 30 millones de años. El nido incluye lactancia materna prolongada, contacto físico, solícitos cuidados, apoyo continuo y juego autodirigido (Konner, 2005). En el caso de los humanos este “nido” evolucionado (“nicho de desarrollo evolucionado”; Narváez, 2016b) también incluye múltiples cuidadores adultos (Hewlett y Lamb, 2005). Los componentes del nido evolucionado de la humanidad influyen en la salud, sociabilidad y moralidad de los descendientes (para revisiones sistemáticas realizadas por neurocientíficos, antropólogos y clínicos, véase Narváez, Panksepp, Schore y Gleason, 2013; Narváez, Valentino Fuentes, McKenna y Gray, 2014). Durante el 99% de la historia del género, los seres humanos se organizaron en pequeñas bandas de cazadores-recolectores, en un tipo de sociedad nómada de forrajeo que contrasta con las sociedades “civilizadas” (Ingold, 2005; Narváez, 2013; Wolff, 2001). Durante todo ese tiempo las bandas de cazadores-recolectores proporcionaron el nido evolucionado a sus hijos.
Las sociedades de cazadores-recolectores que sobreviven alrededor del mundo han sido estudiadas por antropólogos que no sólo han observado similitudes en cuanto a su forma de criar a sus hijos, sino también en cuanto a sus culturas y a la personalidad de los adultos (Lee & Daly, 2005). Son sociedades radicalmente igualitarias, en las que se dan por sentadas la generosidad y la cooperación (Boehm, 1999). Puesto que viven en armonía con los ecosistemas que les rodean, consideran que la Tierra es fértil y los alimentos abundantes. Tienen la sensación de vivir en una tierra nutricia con hermanos de todo tipo (es decir, de las diferentes especies), que tienen sus propios propósitos y capacidad de acción. El nido evolucionado, adaptado a cada paisaje concreto, fomenta una profunda empatía, acompañada de una autonomía que se ve restringida por esa empatía hacia los demás (incluidos los seres no humanos).
La vida típica de nuestra especie es una vida profundamente conectada. No hay una ilusoria separación de los demás o de la naturaleza (¿cabe imaginar a otros animales actuar así?). Por el contrario, se siente la vibrante red de la vida. Como he afirmado anteriormente, el nido temprano promueve el desarrollo de personalidades adultas y prácticas culturales similares a las que se hallan en estos grupos en todo el mundo, (Narváez, 2013, 2015b, 2015c, 2016a). En estos contextos, la virtud forma parte del crecimiento: la acción centrada en el corazón y guiada por la imaginación comunitaria incluye una preocupación por el Todo más amplio (Narváez, 2016a).
HUMANOS EGOCÉNTRICOS
La destructividad de los humanos hacia sus congéneres y hacia su hábitat, nuestro planeta, no tiene parangón en otros animales. ¿Por qué son tan destructivos los humanos contemporáneos? Considero que una de las claves de este comportamiento egocéntrico y destructivo puede ubicarse en la insuficiencia en el cuidado requerido durante la infancia, cuando el cerebro está estableciendo sus capacidades e inteligencias, su sentido de confianza en el mundo y sus hábitos para la vida social, incluyendo la orientación hacia la apertura o hacia la defensa (Narváez, 2014, 2016b). Las investigaciones de nuestro laboratorio también demuestran que los componentes del nido evolucionado son importantes para la sociabilidad, moralidad y bienestar infantiles (Narváez, Gleason et al., 2013; Narváez, Wang, Gleason, Cheng, Lefever y Deng, 2013). De hecho, la compasión es una forma de inteligencia que implica la capacidad de adoptar la perspectiva de otros, para sentir por ellos y sentirse responsable de estar presente para ellos. La falta de compasión indica que un estrés tóxico durante las primeras etapas de la vida socavó el crecimiento usual de la compasión y otras capacidades holísticas. Tal como señala Ashley Montagu:
Los niños son aún menos capaces que los adultos de vivir tan solo de pan. Hemos aprendido que la más importante de todas sus necesidades es la necesidad de amor. Hemos aprendido que si los niños no reciben afecto de forma adecuada durante cualquier período de su primera media docena de años, es muy probable que sufran, con mayor o menor severidad según la gravedad y la duración de la privación de amor, así como de la edad y la constitución del niño. Lo que hemos aprendido del estudio de las crías de la especie humana es que nacen con todas las expectativas de ver satisfechas sus necesidades de amor y cuando se satisfacen esas necesidades se desarrollan con una salud óptima en todo sentido; pero cuando no se satisfacen adecuadamente se desarrollan de manera malsana, si es que llegan a desarrollarse. Y además, que en tales casos uno de los principales defectos que muestran en su desarrollo es el de su propia capacidad de amar (Montagu, 1963, p. 25).
No es de sorprender que los humanos criados en un nido deteriorado sean menos capaces, fisiológica, psicológica y socialmente, que los criados en el nido evolucionado. La crianza de los niños en las sociedades “civilizadas” a veces carece intencionalmente de la ternura del nido evolucionado, cuando los adultos creen que su papel es negar las necesidades de los niños pequeños para hacerlos “buenos” o “independientes” (Miller, 1990). Esto es, cuando de una forma u otra se considera que el castigo es necesario, a pesar de que sus efectos perjudiciales a largo plazo están cada vez mejor documentados (por ejemplo, Gershoff, 2013; Gershoff, Lansford, Sexton, Davis-Kean y Sameroff, 2012). De hecho, nuestras investigaciones revelan los efectos negativos que tiene el castigo en el desarrollo infantil, así como los efectos positivos del contacto afectuoso (Narváez, Wang, Cheng et al., 2016).
Cuando la separación de los demás se instituye durante los primeros años de vida a través del maltrato, el abandono, o incluso la falta de cuidado (para promover la “independencia” del bebé, por ejemplo), la separación del ser y del yo en relación con el otro, se convierten en orientaciones del yo. La separación conduce a la necesidad de un ego hipertrofiado, que se vuelve oposicionista o retraído, lo que hace que la persona fácilmente se sienta superior a los demás, si puede dominarlos, o inferior, si no tiene esa posibilidad. Resulta natural que los adultos con estas orientaciones desarrollen culturas que refuercen una jerarquía de dominación. Por ejemplo, los crímenes de honor son parte de una ilusión de separación que fomenta actitudes proteccionistas o defensivas, mientras que la mercantilización de las relaciones resulta en cierta forma lógica para las personas que no fueron cuidadas apropiadamente, sino que se vieron obligadas a separarse de su verdadero yo en la infancia (Laing, 1990).
Cabe resaltar que a quienes les faltó un nido apropiado probablemente les resulte muy difícil comprender las capacidades de las que carecen. Cuando no se han desarrollado las bases para una sintonía social ágil e igualitaria porque faltó el cuidado y compañerismo del nido evolucionado, los individuos se ven forzados a utilizar sistemas más primitivos —orientados a la dominación y la sumisión— para relacionarse con los demás. Esos modelos de convivencia mediante la dominación se han extendido y van de la mano de las sociedades que aplican la coerción sobre sus miembros (Eisler, 1988).
¿Qué le ocurre a un individuo criado en lo que, en términos de nuestra larga historia evolutiva, es atípico? En nuestro contexto ancestral, habrían muerto debido a su mala salud y a la falta de habilidades de cooperación e inteligencia. Pero las sociedades modernas parecen ignorar que las personas problemáticas que están criando son así porque les ha faltado el apoyo necesario para alcanzar un desarrollo óptimo. En su lugar, la mala salud, la agresividad y la falta de inteligencia pasan a considerarse aspectos “normales” de la naturaleza humana, que así se van perpetuando en la sociedad. Para abrirse camino en el mundo, estas personas desarrollan un armamento autoprotector, para defenderse contra la vida, a menudo con patrones rígidos, provenientes de ideologías de dominación que ofrecen fórmulas para la vida social. Al carecer de un sentido interno de cómo vivir una buena vida, el individuo debe confiar en reglas externas, a veces arbitrarias. Algunas culturas llevan esto al extremo, controlando a sus miembros para mantener el statu quo de las estructuras jerárquicas de poder. Las mujeres y los niños han sido los más perjudicados por las sociedades jerárquicas que han dominado la historia.
Según Philip Cushman (1995), el “yo vacío” es común en la individualista sociedad estadounidense de hoy día, en parte a causa de la historia de migración y movilidad de la población, pero también por las teorías psicológicas y las prácticas familiares-comunitarias dominantes. Considero que el origen del problema tiene que ver con la forma como los adultos se han desentendido del bienestar de los niños (no sólo en EE. UU.). Cuando las familias y las comunidades no prestan atención a los niños pequeños, o están estresadas, no les proporcionan los intensos cuidados y el apoyo que, por nuestra evolución, necesitan. Una vez que un niño está traumatizado, es difícil restablecer la ruta o trayectoria de desarrollo que es característica de la especie. Y una trayectoria distorsionada suele transmitirse a las generaciones siguientes a través de la herencia epigenética o extra genética, como sucede a través de las prácticas de crianza.
Ningún individuo, sea rico o pobre, es inmune a los efectos de un nido deteriorado, aunque las consecuencias pueden adoptar distintas formas. Entre las élites económicas y de poder, el egocentrismo suele ser evidente. A menudo se trata de una especie de remedio que la persona se aplica a sí misma, desde la infancia, cuando el apoyo del entorno es inadecuado (Winnicott, 1957). Incluso entre los académicos, la intelectualización a menudo se vuelve dominante, a menudo desvinculada de la emoción, debido al desarrollo de un tipo de apego inseguro, que tiende a evitar a los demás o a mantenerlos a cierta distancia, a la vez que se controla la información y se acumula experticia o influencia. Cuando el desarrollo se distorsiona, también se puede adoptar una ideología de superioridad que justifique la ira y la desconfianza hacia el otro (por ejemplo, el supremacismo masculino, el supremacismo blanco, el supremacismo humano). Así, el autoritarismo resulta atractivo por ser una ideología que ofrece seguridad ante un mundo amenazador.
ORÍGENES HISTÓRICOS DEL DETERIORO DEL CUIDADO INFANTIL
¿Por qué las culturas sostenibles que eran predominantes en el pasado se han vuelto tan escasas? He aquí un breve esbozo de lo que pudo haber ocurrido. Algunos estudiosos apuntan a las incursiones de pueblos de pastores procedentes de regiones cada vez más áridas, que trajeron consigo sistemas de dominación vertical, rígida dominación masculina y propensión a la violencia (Gimbutas, 1982; DeMeo, 2011; Eisler, 1988). Otros atribuyen el cambio a la adopción de la agricultura. Según el historiador Calvin Luther Martin (1999), ante el miedo de que “la naturaleza no proveyera”, algunas sociedades empezaron a cultivar plantas y domesticar (esclavizar) animales, lo que llevó a los adultos a concentrarse en estas actividades y generó desigualdad. Especulo que fue así como empezó a socavarse el desarrollo infantil. El alejamiento de la crianza típica de la especie se vio reforzado por el patriarcado y el control de la mujer (Eisler, 1988).
Cuando una sociedad depende de la agricultura como base de su alimentación, sus miembros deben pasar la mayor parte del tiempo trabajando y muchos niños ayudan en las tareas (a menos que haya esclavos). En consecuencia, en lugar de mantener a los bebés cerca mientras las madres recolectaban alimentos, como sucedía en las sociedades cazadoras-recolectoras, se dejaba atrás a los bebés y los niños pequeños, se les envolvía en paños y se alternaba la leche materna con otros alimentos, lo que aumentaba la fertilidad de la madre tras el parto. En lugar de adultos atentos que cuidaran de los bebés las 24 horas del día, los hermanos mayores pasaron a ser los principales cuidadores. Y como los cereales engordan más –a pesar de ser menos nutritivos que los alimentos que se consumían en épocas anteriores– aumentó la fertilidad y la reproducción, y al haber nacimientos más seguidos, se redujo la calidad del “nido” y aumentó la tasa de enfermedades.
Al mismo tiempo, algunas personas acumulaban más que otras y, al añadirse el miedo al mañana, empezaron a acaparar los excedentes, lo cual condujo a la desigualdad, la jerarquía y la necesidad de coaccionar aún más a las masas para “mantener el orden”. A las élites les incomodaba el resultado de negar a los bebés sus necesidades, ya que esto provocó el surgimiento de individuos egoístas, agresivos e ingobernables, por lo cual hubo que crear sistemas para controlar a los desequilibrados. La forma más favorable de exponer esta realidad es decir que se crearon sistemas culturales y religiosos de curación postraumática para aliviar el sufrimiento causado en la infancia. Así que, tras el primer paso de negarles a los bebés y a los niños lo que necesitan (ser cargados en brazos, ser amamantados, tener compañía, jugar), el segundo paso fue castigarlos por desearlo. Esto generó una neurobiología más fácil de controlar desde afuera, debido al condicionamiento de un sentido de duda y desconfianza, tanto hacia el individuo mismo como hacia otros aspectos de la vida.
La consecuencia de este sistema es un cambio en la naturaleza humana. Los intereses y capacidades cooperativos y comunitarios son reemplazados por el desequilibrio, la oposición social, la agresividad y el egocentrismo, todo ello acompañado de una amplia gama de psicopatologías que siguen asolando a las naciones civilizadas modernas y exigen algún tipo de coerción para mantener el orden, ya sea a través de jerarquías o de instituciones familiares, cívicas o religiosas. Así, mientras que en las sociedades de cazadores-recolectores las capacidades humanas para la vida en común se fomentan desde la base, como parte de la personalidad, en las “sociedades civilizadas”, que ofrecen un cuidado insuficiente a los niños, la cooperación a menudo debe imponerse desde afuera, coaccionada con normas externas que se hacen cumplir mediante la amenaza del castigo.
DE VUELTA A LA CULTURA DOMINANTE MODERNA
Aunque pueda parecer paradójico, los seres humanos de las culturas dominantes tienden a ser bastante poco inteligentes (incluso en el caso de quienes reciben altas puntuaciones en las pruebas de rendimiento académico, tienen capacidad de pensamiento hipotético o desarrollan complicadas tecnologías). Comparados con los humanos de sociedades que han existido de forma sostenible durante miles de años (en algunos casos decenas de miles), no son particularmente inteligentes, pues están devorando ciegamente la isla que habitan como si no estuviera viva y no fuese vital para su existencia.
En las sociedades sostenibles todos aprenden a cooperar con los sistemas de la Tierra para sobrevivir y prosperar. Todos deben aprender las señales de las plantas y animales locales, no sólo para evitar a los depredadores, sino también para recolectar alimentos y discernir sus próximos movimientos en un paisaje cambiante. Eso ya no ocurre dentro de la cultura “civilizada” dominante. La gente puede vivir en torres de hormigón y no pensar nunca en los sistemas terrestres, más allá del clima local, a pesar de que el estilo de vida moderno está destruyendo sistemáticamente casi todos los ecosistemas del planeta, y está arrasando deliberadamente con las especies y la biodiversidad mediante su poderío tecnológico (por ejemplo, con la pesca de arrastre, que deja los fondos marinos devastados). Muchos avances tecnológicos no tienen en cuenta el bienestar de la Tierra a largo plazo. Los miembros de las culturas dominantes se convierten en “parásitos” de los sistemas terrestres, es decir, en oportunistas tramposos, hasta que los sistemas colapsan como consecuencia del abuso. Por otra parte, la violación de los derechos de la mujer a controlar la reproducción (así como su derecho a la dignidad) contribuye a la superpoblación, un fenómeno que juega un papel importante en estas tendencias. La cultura humana dominante ha devastado los ecosistemas del planeta en cuestión de pocos siglos, lo que constituye un abrir y cerrar de ojos en términos de la historia planetaria. Las tecnologías que desarrolla la cultura dominante son a menudo los motores de la devastación; por ejemplo, a medida que se buscan minerales raros para los teléfonos inteligentes o las baterías de litio, más tierras van quedando desprovistas de biodiversidad (Mander, 1991; Mumford, 1934/2010). Los líderes siguen promoviendo una especie de supuesto interés propio (que en realidad no lo es, pues está acabando con lo que sustenta a la humanidad, por lo que más bien cabría considerarlo un desinterés propio) que conduce a la aniquilación tanto del yo como del otro. Peor aún, incluso entre quienes se preocupan por establecer prácticas “sostenibles”, la atención suele concentrarse únicamente en el bienestar humano: las demás entidades naturales se consideran meros objetos (“recursos”) para los objetivos humanos.
Además de que el nido evolucionado constituye la base de nuestro legado de vida cooperativa y comunitaria, es necesario considerar otro aspecto fundamental del problema: los humanos somos criaturas terrestres. El apego humano normal incluye el apego a un lugar (o lugares, como en los patrones migratorios[‡]). Ser plenamente humano significa estar integrado en un lugar. Es fundirse en el lugar, es ser-con el lugar —con sus entidades, sus matices, su singularidad—. Para ello se requiere intrepidez e incursionar en otra esfera del ser: el misterio de Ser. Se trata del yo más profundo, el yo común, el yo mayor, más allá del ego. La mente que clasifica y categoriza no puede conocer este yo porque para ello se requiere renunciar al ego, así como al control, a la cosificación y al distanciamiento. Un ser humano sin lugar es otra clase de criatura, es un fantasma hambriento, como los de las películas de Miyasaki (véase Bai, 2012). Se trata de humanos incorpóreos temerosos tanto de ser como de no ser (Laing, 1990), que ocupan su lugar en el universo como vagabundos sin sentido (Frankfurt, 1971).
Peor aún, el problema es sistémico. Las sociedades modernas han reducido su saber a una base de conocimientos centrada únicamente en el ser humano y se han alejado de un conocimiento ecológico pleno y, por tanto, de una plena humanidad. Por ejemplo, una ilusoria creencia de los occidentales del hemisferio norte es que los humanos se están volviendo cada vez más abiertos y menos violentos (Pinker, 2011) ya que, según se argumenta, se habría producido una disminución de la violencia física a lo largo de los siglos desde la Ilustración europea. Pero el análisis de esos estudios carece de alcance y de profundidad, ya que se utiliza una línea de referencia equivocada, como es la de la cultura occidental, una aberración en la historia del mundo debido a su énfasis en el individualismo, el interés propio y la dominación de la naturaleza (Narváez, 2016a)[§]. Los occidentales que propugnan una historia whig[**] (“¿No somos los más grandes?”) están buscando en el lugar equivocado. Por ejemplo, no están prestando atención a la forma como las corporaciones multinacionales han estado imponiendo sus métodos (como el “consenso del mercado” de la era Reagan; véase Nadeau, 2013) mediante el imperialismo más reciente, similar a los imperios del pasado, pero quizás peor porque utiliza su vasto poderío tecnológico para acabar con la diversidad biológica y cultural, y envenenar la tierra, el mar, las aguas y el aire, según falaces modelos económicos en los que creen las élites al mando (o a los que han sucumbido) y que les han impuesto a todos los demás (Korten, 2015; Perkins, 2016; Eisler, 2007). Las corporaciones multinacionales no sienten ninguna conexión con el paisaje, sino que racionalizan y se desvinculan de las relaciones y de la responsabilidad con el Todo (imaginación desapegada). Easterly (2007) describe la larga historia de perjuicios causados por las buenas intenciones de los occidentales que se trasladan a zonas del “tercer mundo”. Al igual que los europeos que se trasladaron a las Américas, dan por sentado que sus costumbres son las mejores posibles, y tratan a todos y a todo como un “eso” en vez de un “Tú”; imponen con saña (aunque a veces lo hagan con cantos de sirena) sus formas de vida a los pueblos y paisajes locales, en detrimento de las ecologías bio-culturales locales[††].
Es importante destacar que, en esta época de nuestra historia, el estrés provocado por la falta de cuidados tempranos socava el desarrollo de la experiencia humana en la naturaleza, el “aprendizaje” de vivir en la Tierra y con la Tierra (Ingold, 2011, p. 37). Esto implica, por ejemplo, que se pierde el sentido de unidad con el Todo, un sentido que normalmente se desarrolla temprano en la vida con el cuidado evolucionado (Schore, 2001). Igualmente se pierde el sentido de solidaridad con los seres humanos y con los demás seres, lo cual acarrea una percepción deteriorada y una sintonía disminuida (Narváez, 2014), lo que facilita el paso a una orientación de supremacismo humano (Jensen, 2016). Estos hallazgos no resultan sorprendentes si se presta atención a las prácticas de crianza que los humanos desarrollaron para sus indefensos neonatos.
En realidad, los bebés esperan ser tratados como iguales, como miembros de la comunidad, y esperan que se satisfagan sus necesidades. Aunque mediante el castigo se les puede forzar a creer en las jerarquías y a sucumbir ante los más poderosos, su orientación básica es la de ser miembros de un grupo democrático donde sus voces cuenten por igual. Evidentemente, las sutilezas de la justicia y el cuidado deben seguir desarrollándose durante toda la infancia, pero los fundamentos mismos de la vida democrática son evidentes ya en los niños pequeños, cuando reciben los cuidados del nido evolucionado.
INTERVENCIONES EDUCATIVAS
¿Qué se puede hacer cuando un niño no ha recibido los cuidados propios de la especie en sus primeros años de vida? Cuando esto sucede, el niño carga con las consecuencias para siempre, a menos que se produzca alguna intervención. Muchos niños llegan a la escuela sin las bases necesarias para prosperar. Así, los educadores se encuentran con numerosos alumnos cuyos sistemas de autorregulación están completamente alterados, lo que dificulta aún más que se sienten tranquilos y se concentren en las tareas escolares. Lo ideal es que la educación infantil se configure para animar al niño, del mismo modo que las relaciones con los cuidadores en la primera infancia llevan a despertar el interés y a establecer conexiones de un modo óptimo. En ese tipo de entornos, los niños siguen sus propias inclinaciones e intereses sin que se les castigue o reprima. Incluso en las escuelas comunes, los maestros pueden moldear su práctica de manera que ayuden a sus alumnos a sanar y crecer, creando un aula que favorezca el bienestar de los niños mientras aprenden. He aquí algunas sugerencias de intervenciones educativas, basadas en lo que funciona en contextos occidentales (Narváez, 2006, 2007, 2010).
En primer lugar, los docentes que apoyan el desarrollo de sus alumnos entienden que su relación con ellos es primordial. Una relación segura (consistente, cálida y receptiva) proporciona un puente de conexión, de influencia y de sanación. A veces, los alumnos están tan estresados que son incapaces de sentirse cómodos en una relación. En este caso, los docentes pueden evaluar las necesidades del niño en términos de su desarrollo social y emocional en general. En aquellos casos en que el niño tiene dificultad para regular la ansiedad o la agresividad, el docente puede establecer rutinas que ayuden a promover la autorregulación (por ejemplo, con técnicas de relajación, visualización, contar hasta diez, etc.). De ese modo, las orientaciones autoprotectoras pueden aliviarse lo suficiente como para que se pueda desarrollar una orientación más colaboradora.
En segundo lugar, los docentes que desean estimular el desarrollo de sus alumnos saben crear un ambiente de apoyo en el aula, que promueva tanto el comportamiento ético como los logros académicos, pues entienden que los niños con dificultades necesitan más apoyo. Algunos alumnos pueden necesitar ayuda para llevarse bien con los demás, ante lo cual el docente puede organizar actividades que promuevan el desarrollo de destrezas sociales así como el disfrute de estar en compañía. Los juegos, canciones y bailes en grupo, son todos medios para desarrollar el placer de socializar y estar juntos. De este modo, se fomenta la sintonía relacional con los demás y se generan mayores oportunidades para poner en práctica la ética del compromiso y la comunión con otros.
En tercer lugar, tras promover capacidades para lograr la calma y la conexión, el docente interesado en promover el desarrollo expande la imaginación de los alumnos haciendo hincapié en las conexiones con la comunidad humana más amplia y multicultural, así como con las biodiversas comunidades ecológicas del planeta. Todo ello conforma el “nosotros”. Tenemos la responsabilidad de actuar éticamente por el bienestar de todos. Una imaginación comunitaria puede constituir el telón de fondo de todo lo que se hace en el aula.
El modelo RAVES (según sus siglas en inglés; Narváez & Bock, 2015), que está basado en el proyecto “Community Voices and Character Education” (Narváez, 2009; Narváez & Bock, 2009; Narváez et al., 2004; Narváez & Endicott, 2009; Narváez & Lies, 2009) ofrece cinco principios rectores para ayudar a los docentes a fomentar el desarrollo ético en el aula.
La R se refiere a las relaciones, que, como ya se ha dicho, representan la base de todo lo que sucede en el aula. El aula se convierte en un espacio de seguridad y comunidad donde cada niño es capaz de contribuir al bienestar de todos y de alcanzar los objetivos académicos, guiados por un propósito específico.
La A es de aprendizaje. Los seres humanos aprenden cabalmente bajo un modelo pedagógico que contribuya a desarrollar la percepción, la acción hábil y la motivación para lograr la excelencia. Los mentores imparten una instrucción guiada mientras los alumnos están inmersos en cada área específica de aprendizaje y participan activamente en ella. A los más nuevos se les guía a través de los distintos pasos que requiere el desarrollo de cada pericia: hacerse una idea general del contexto, prestar atención a los hechos y destrezas existentes, practicar los procedimientos necesarios e integrar las nuevas destrezas en distintos contextos.
La V es de virtud, o modelos virtuosos. El maestro o maestra comunica cuáles son los comportamientos esperados y sumerge a los niños en imágenes y relatos de ejemplares virtuosos, tanto históricos como actuales. Miembros respetados de la comunidad sirven de mentores de los alumnos, mientras estos van aprendiendo los pormenores de las prácticas virtuosas.
La E corresponde a la experticia ética. Las competencias específicas se identifican en función de las necesidades de los alumnos y el desarrollo de las competencias éticas está integrado en el proceso de enseñanza. Estas competencias abarcan la sensibilidad ética, el razonamiento ético, el enfoque ético y la acción ética.
La S se refiere al sí mismo, a ser el autor de uno mismo. En última instancia, la meta de todo docente es dejar de ser necesario. Idealmente, cada uno de los alumnos habrá aprendido lo que el docente tenía para compartir. Parte de ese conocimiento consiste en aprender a cultivar la propia virtud mediante la selección reflexiva de actividades y relaciones. Dentro del aula, los alumnos desarrollan una identidad moral y un compromiso con el bien, que luego intentarán mantener auto evaluándose.
Por otro lado, es necesario considerar que en algunos casos las personas llegan a la adolescencia o a la edad adulta con limitaciones. ¿Qué pueden hacer estas personas?
REINVENCIÓN DEL YO EN LA EDAD ADULTA
¿Qué pasa con los adultos que no recibieron los cuidados del nido evolucionado ni intervenciones educativas en la infancia? He descrito la Práctica Ecológica Ética del Desarrollo (DEEP, por sus siglas en inglés; Narváez, 2014) como una forma de autosanación o de terapia. Siempre tenemos la opción de reinventarnos, aunque se haga más difícil con la edad. Lo que hemos aprendido de la neurociencia y del funcionamiento de los sistemas dinámicos es que podemos renovar nuestro cerebro mediante intervenciones intencionales (ya sea mediante terapia o autoterapia). Una vez más, las experiencias relacionales son la base del cambio.
DEEP comprende tres conjuntos de prácticas. El primero consiste en aprender a calmarse, a alejarse de la reactividad al estrés para procesar la información que recibimos o las relaciones sociales. Esto es necesario para contrarrestar la predisposición a responder mediante una ética proteccionista. Hay que aprender a serenarse para ser capaz de abstraerse del yo al estar con otros y para favorecer el desarrollo de las capacidades del hemisferio derecho del cerebro (Siegel, 1999). Los métodos para lograr la calma incluyen la meditación, la respiración profunda y las prácticas de bondad.
El segundo conjunto de prácticas implica cultivar la alegría en un contexto social, lo que es necesario para desarrollar la ética del compromiso. Hay que aprender a estar en sintonía relacional con los demás. Como señala Daniel Stern (2010), las formas dinámicas de vitalidad en las relaciones crean un espacio propicio para la terapia. Durante la infancia construimos un conocimiento relacional implícito sobre el ser-con-los-otros y a partir de los patrones de nuestras relaciones específicas, generalizamos estructuras implícitas de conocimiento social (esquemas para ser). El juego cara a cara entre el bebé y sus padres representa una ventana clínica para saber cómo se desarrolla la asociación entre padres e hijos: “Revela cuándo la crianza es fácil o difícil, natural o forzada, intrusiva, controladora, desorganizada, pasiva, agresiva, excluyente, etc.” (Stern, 2010, pp. 106-7). Los terapeutas que prestan atención a estas señales relacionales pueden utilizarlas para guiar el tratamiento de la díada. Un enfoque similar se puede utilizar en la terapia de pareja o individual. Para la autocuración, diversas formas de juego en las que se utilice todo el cuerpo pueden ser útiles: juegos bruscos con los compañeros o los niños, bailes folclóricos, etc.
El tercer conjunto de prácticas implica ampliar la imaginación para hacerla inclusiva y comunitaria. Tenemos el poder de cambiarnos a nosotros mismos. Cada uno de nosotros tiene distintos yo morales que reflejan nuestra historia. Los yo que hemos preferido han surgido en la práctica, sobre todo durante los primeros años de vida, pero también durante otros periodos particularmente sensibles. Por ejemplo, podemos caer en una mentalidad proteccionista cuando nuestro condicionamiento nos lleva a sentirnos amenazados, pero también podemos esforzarnos por reconocer nuestras tendencias autoprotectoras y aprender a restablecer una mentalidad abierta y de conexión con la comunidad.
PRIMEROS PASOS PARA UN FUTURO ALTERNATIVO
En los últimos milenios, de forma paralela con la destrucción de ecosistemas en todo el mundo, las civilizaciones humanas se han erigido por encima de los imperativos biológicos. La oleada de seres humanos egoístas, violentos y destructivos emana del hecho de que muchos niños carecen del cuidado y apoyo que por nuestra evolución necesitamos, es decir, no cuentan con el nido evolucionado. El nido evolucionado permite que el cerebro y el cuerpo se desarrollen de manera óptima. Los nidos evolucionados deteriorados, que constituyen un problema creciente en la actualidad, no pueden promover una humanidad sana.
La raza humana se precipita hacia su desaparición a causa de una cultura orientada hacia la muerte que domina casi todos los rincones del planeta. ¿Cómo podemos alejarnos de comportamientos que nos empujan hacia la autodestrucción? El primer paso para cambiar el futuro de la humanidad es cambiar nuestra manera de entendernos a nosotros mismos.
- En lugar de dar por sentado que las conductas nocivas que exhiben los seres humanos en la actualidad son naturales, debemos comprender lo anormales que resultan para una criatura que es cooperadora por naturaleza. Este tipo de conducta constituye un indicador de que existe un problema grave.
- Es necesario entender que la naturaleza de la humanidad es la cooperación. Podemos ver esta naturaleza entre los recolectores nómadas que proporcionan el nido evolucionado a sus crías y mantienen una cercanía social durante toda la vida.
- Los seres humanos aprenden mientras están inmersos en la experiencia. Somos seres biosociales: nuestra biología está moldeada por nuestra experiencia social.
- Somos mamíferos sociales con necesidades innatas. Nacemos sumamente inmaduros y necesitamos el nido evolucionado para desarrollarnos adecuadamente.
- Las normas del cuidado en la infancia temprana se han alterado, lo que ha perturbado el rumbo del desarrollo de los adultos, luego el de las sociedades y por ende el de la humanidad en general.
- Las experiencias vividas durante los primeros años de vida dan forma a las capacidades biosociales del individuo, lo que resulta crucial para el tipo de naturaleza humana que desarrolla. La experiencia conforma los elementos básicos de nuestra cosmovisión, así como las narrativas personales y culturales que guían nuestras decisiones y acciones. Si la comunidad no ha cooperado con las necesidades del individuo en la infancia, este difícilmente aprenderá a cooperar.
- Para que los humanos prosperen, la Tierra también debe prosperar.
- Hay sociedades que han vivido de forma sostenible durante decenas de miles de años (los bosquimanos San y los aborígenes australianos, por ejemplo). Debemos recurrir a ellos en busca de orientaciones para adoptar formas de vida más sostenibles y sabias.
- Los humanos somos animales con la capacidad de cambiar. Esto nos hace más peligrosos, pero también nos ofrece un mayor potencial para corregir el rumbo.
Podemos darle un giro a las narrativas que guían a nuestras sociedades, hacia una narrativa bio-democrática. David Korten (2015) sostiene que las narrativas culturales determinan las acciones de las distintas sociedades. Actualmente la cultura dominante mantiene una narrativa errónea, una que considera sagrados al dinero y los mercados, a expensas de la diversidad biocultural. Pero este autor también sugiere que podemos cambiar esa historia por la de un planeta sagrado y viviente, que honre la diversidad y el biorregionalismo. Por mi parte, sugiero que empecemos tratando a los niños como criaturas sagradas y merecedoras de respeto. Los seres humanos pueden aprender a valorar una Tierra viviente si siguen su verdadera herencia evolutiva, comenzando por el trato que se da a los bebés, lo cual conducirá al desarrollo de personalidades que sientan respeto hacia los demás, así como una preocupación que abarque a otros seres, sean humanos o no. Esta es nuestra promesa democrática, a la que estamos a tiempo de volver.
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[*] Versión castellana de Narváez, D. (2017). Getting Back on Track to Being Human. Interdisciplinary Journal of Partnership Studies. Vol. 4, Iss. 1, Article 5. Traducción automatizada, revisión y edición Levy Farías. Dic. 2024. http://pubs.lib.umn.edu/ijps/vol4/iss1/5
[†] “La economía del don, o economía de regalo —del inglés gift economy— es un modo de intercambio en el que los objetos de valor no se comercializan o venden, sino que se entregan sin un acuerdo explícito de recompensas inmediatas o futuras” (Wikipedia, N. del T.).
[‡] Por ejemplo, los bosquimanos del sur de África han vivido de forma sostenible durante más de 40.000 años, según las evidencias arqueológicas (Balter, 2012), migrando regularmente a través de miles de kilómetros, pero reconociendo las entidades del paisaje. Van der Post (1961) recuerda que se rieron de él porque no reconoció un árbol a lo largo de la ruta.
[§] De nuevo, cada civilización ha tenido sus puntos ciegos y sus crueldades. Por ejemplo, la crueldad de la China imperial era legendaria, no sólo en el ámbito estatal sino también doméstico, con prácticas como el vendaje de los pies de las niñas, cuyas madres les rompían los dedos y les ataban los pies para que no les crecieran y así parecieran flores de loto, lo que resultaba atractivo para los hombres mayores que se convertirían en sus maridos y lo que, por supuesto, les hacía difícil caminar, mucho más correr. Mary Daly (1990) ha pasado revista a diversas prácticas tortuosas hacia las mujeres en distintas civilizaciones de Occidente (por ejemplo, la quema de viudas o la mutilación genital femenina).
[**] Término acuñado por el historiador británico Herbert Buttterfield en 1931. Se refiere al error de leer la historia como un progreso, que habría empezado en alguna época de ignorancia y de alguna forma avanzado, o culminado inevitablemente en el glorioso presente (Oxford Reference, N del T.).
[††] Esto no pretende negar que la comunidad internacional puede ayudar a revertir algunas injusticias, como las violaciones de los derechos de las mujeres y los niños, en particular. Véase Eisler (2015).
Thank you to Claudia Giannini for the above translation. Claudia Giannini is an English-Spanish translator certified by the American Translators Association and she teaches in the Department of Spanish and Portuguese at Macalester College. She’s currently doing research on the limitations of artificial intelligence as they are revealed by machine translation systems.